Aquel había sido un mal año para la familia Peacock, uno de aquellos de los que te alegras de que terminen.
Al señor Peacock le habían despedido. La mina ya no era tan rentable como antes y el dichoso gas canalizado había desplazado al carbón como sistema principal de calefacción. De nada sirvieron los sacrificios, los años dedicados y los litros de aire envenenado que habían teñido de negro sus pulmones hasta el punto que una carrera, unas escaleras o una habitación con demasiada gente se transformaban en un dolor lacerante, como si cien canarios, como los de la mina, estuvieran picando sin cesar sus pulmones por dentro. Ahora pasaba las horas muertas en el único bar del pueblo, detrás de un vaso de vino y unas cartas que si bien no solucionaban nada por un tiempo ahogaban los recuerdos de tiempos mucho más placenteros.
La señora Peacock seguía trabajando pero a penas si servía. En la fábrica de detergentes habían apretado un poco más, "el sueldo no se puede subir" decían, y ya era paupérrimo de por sí. Pero las horas extras estaban a la orden del día, no así su retribución que había meses que iba con retraso y meses en los que había que esperar al mes que, afortunadamente, sólo hubiera retraso. Vio cambiar al dueño tres veces de coche aquel fatídico año, pero nunca hubo dinero para cambiar el sistema de ventilación de la planta de producción, ni siquiera para poder comprar mascarillas que protegieran al personal de aquellos polvos limpiadores que se resistían a ser empaquetados y que volaban libres por el aire. Volaban hasta que las fosas nasales de algún incauto los succionaban y éste sentía como se iban posando en sus pulmones, aquellos que a veces silbaban cuando la inspiración era demasiado profunda.
El chico Peacock tuvo lo que se dice mala suerte, no vieron a tiempo una gran humedad que filtró al lado de su cama y que por las noches le impelía a respirar una cierta caterva de hongos que le desarrollaron no pocas afecciones. Incluida una pulmonía aquel día que la ventana de su habitación se negó a cerrar bien, henchida por la humedad exacerbada por tres días de tormentas. Toda la noche llovió, toda la noche estuvo con los pies de la cama a merced de lluvia y viento, demasiado débil como para pedir ayuda.
Aquel año era estrecho y gris. Aquel año los ahorros se fueron, paradójicamente, en carbón para la vieja chimenea, "el niño no puede pasar frío", era el mantra y excusa sí, pero el matrimonio, en secreto, agradecía el calor desprendido por aquellas piedras negras al arder delante de sus ojos. Pero tanto arder no resultaba gratis para la cañería que debía airear y sacar el humo de la casa y un deshollinador no era una opción, los pocos que quedaban no cobraban poco. El señor Peacock intentó limpiar por sí mismo, pero el frío y las herramientas inadecuadas frustraron su misión y tuvieron que resignarse a que las paredes se fueran tiznando, a toser un poco más y ventilar de vez en cuando el salón para que el humo no terminara con unos pulmones al borde del colapso.
Pero llegaba navidad, y en secreto la ilusión hacía mella en los tres Peacock, debía ser una tregua, un punto de inflexión a ese año de desilusiones y sinsabores. La mañana de navidad tenía que congraciarles con los fados y darles ese empujoncito para llegar al siguiente año con vigor y un poco de esperanza. Pero llegó el tan esperado día y no pasó nada. Se habían levantado con el sol esperando ver esos paquetes que el viejo gordinflón vestido de rojo siempre les dejaba a los pies del árbol, del viejo sillón o en el rincón menos esperado pero siempre a la vista. No había nada.
El salón estaba vacío de todo aquello que no hubiera estado la víspera, incluso el vaso de leche, la copa de coñac y las galletas estaban tal y como lo dejaron en acostarse. No había venido. El viejo gordo cabrón les había evitado, no había querido estar en su casa, los había despreciado como tanta gente en el pueblo. No hay nada como ser un pobre desgraciado, es la única situación en la que el mundo es coherente, todos te tratan igual, la suerte te esquiva y la salud te falta. Sin ánimos ya ni para el exiguo desayuno encendieron la chimenea secando una lágrima furtiva, el chiquillo tiritaba, quizá también de frío. Aquel día incluso la chimenea se alió en su contra, nunca había estado tan atascada, pero apagar el fuego no era opción, debían mantenerlo encendido pese a las brasas en el pecho de los tres Peacock, el frío les hacía ignorar el dolor de los seis pulmones y mantener el fuego pese al humo, pese a ése sabor salado en el fondo de la garganta, pese a ese sopor seductor que la falta de oxígeno los anclaba en sus asientos.
Nunca despertaron. Nunca oyeron el grito de desesperación que se alzó de otras casas en las que el viejo tampoco hizo acto de presencia. Tampoco supieron de cuando el juez levantó sus cuerpos y ordenó ventilar la casa. Tampoco estuvieron cuando, un tiempo después los nuevos inquilinos hicieron desatascar la chimenea rescatando, no sin horror, el cuerpo de un otrora orondo hombre vestido de rojo que había muerto atorado en la chimenea, atrapado por el exceso de hollín.