Estamos varados en este planeta, aquí y ahora. Llegar fue un juego casi infantil. Explorarlo una diversión. Estudiar la vida de aquí fue un entretenimiento casi pueril. Nos divertíamos y asombrábamos. No sabíamos lo que hacíamos. Ni siquiera nos divertíamos en realidad.
La historia empezó hace casi ciento setenta años. Los científicos de la Tierra llevaban décadas estudiando los planetas del borde medio. Buscaban planetas habitables en zonas de nuestra galaxia parecidas a la nuestra, lejos del centro pero no tan en el borde como para estar a merced de la radiación externa. Había muchos candidatos y empezaron a descartar, primero los más lejanos, luego los que tenían una gravedad demasiado alta. Los siguieron los que necesitarían más esfuerzo de terraformación, había que tener una atmósfera respirable en un plazo razonable, nuestro mundo ya agonizaba.
No sólo había sido la contaminación, ese quizá era el menor de los problemas, el problema era la propia Tierra. Tanto tiempo manipulada, tanto tiempo agujereada, tantas pruebas atómicas, tanta contaminación acumulada... la Tierra se rompió. Y se rompió literalmente. De la noche a la mañana una gran falla desbordando lava se abrió frente a las costas de la India. Volcanes y más volcanes surcaron el océano Índico en un cinturón que separaba las placas de África y Oceanía. Incontables terremotos creaban y hacían desaparecer islas en cuestión de días, el sudeste asiático fue el primero en caer. Tsunami tras tsunami volvió a la costa inhabitable. La poca población que quedaba emigró al interior del continente. Allí los problemas fueron otros, masificación, falta de recursos materiales y económicos. La repentina necesidad de convivencia entre etnias enfrentadas durante milenios no pudo sino acabar como revueltas, asesinatos, "limpiezas"... hasta que llegó el toque de atención, Japón. El país entero desapareció, fue engullido por el mar, había llegado el gran seísmo. Mientras la comunidad internacional era incapaz de dar una respuesta a semejante catástrofe, una serie de olas gigantes azotaron la costa oeste americana. La baja California fue un páramo, San Francisco, Los Ángeles, San Diego, Tijuana... Vancouver se salvó por poco. Pero en Alaska lo notaron, en forma de icebergs chocando contra la costa, Anchorage lo vio muy cerca.
Se impuso la imperiosa necesidad de abandonar el planeta en dos años máximo. Por suerte la industria espacial estaba ya lo suficientemente desarrollada. Podíamos construir naves que acogieran a miles de personas, que contuvieran millones no era más que un problema técnico. Se construyeron quince, toda la industria de la Tierra se había parado, ya no importaba nada más. Entre todas las naves sumaban algo más de ciento veinte millones de pasajes, incluida la tripulación. Ciento veinte millones de supervivientes frente a los más de ocho mil millones de futuras víctimas de un mundo roto. Las autoridades competentes pronto lo tuvieron claro. Las élites (y no precisamente científicas) tendrían su billete, para ellas no valió la regla impuesta de no evacuar a mayores de cincuenta y cinco años ni a aquellos que no estuvieran sanos o tuvieran enfermedades degenerativas. Tampoco la regla que regía el acceso a un billete: se adjudicarían plazas por sorteo a cada persona, independientemente de si su familia, pareja o hijos lo obtuviera. Madres tuvieron que dejar en la Tierra a hijos pequeños porque no entraron en el sorteo, parejas se rompieron porque uno sintió la, natural, inclinación a sobrevivir mientras que el otro debía verlo partir. Naturalmente el tercer mundo no obtuvo cuota de entrada, ellos no habían participado en la construcción de las naves.
Y todo este sistema tuvo la culpa del primer fracaso de la misión. Los elegidos eran los que decidirían el destino de la raza humana. Y de entre ellos las élites políticas. Élites muy acostumbradas al lujo y a los paisajes bucólicos. La lista de posibles destinos se acortó a cinco mundos. El viaje a los cinco empezaba con una dirección común y se decidió no esperar. La humanidad embarcó sin saber a dónde se dirigía ni cuánto tardaría en llegar. Eso nos salvó. Cinco meses después de partir las comunicaciones con la Tierra se perdieron. Demasiado lejos estábamos ya para volver a ver qué había pasado.
La travesía inicial se hacía a velocidades inferiores a la de la luz, no existía la tecnología de curvatura actual... ni sus consecuencias... Eso les dio tiempo para pensar, estudiar y desarrollar nuevos motores. Y exploraron los nuevos mundos. Dos de ellos eran claramente inhabitables. Las sondas indicaron multitud de gases venenosos en sus atmósferas. Un tercero era demasiado joven y su corteza no se había enfriado lo suficiente como para ser estable, sus océanos eran mares sulfurosos aún. Sólo quedaban dos opciones.
Uno de los mundos era un paraíso, bucólicas playas de arena blanca. Fértiles valles plagados de vegetación y un azul intenso en el cielo que proporcionarían imágenes nunca vistas por las nuevas generaciones que poblaban las naves, pero sí por las viejas. Viejos líderes nostálgicos quisieron que ese mundo fuera el que sus descendientes poblaran. Ni siquiera prestaron atención al segundo. Era un pequeño mundo cercano a una estrella enana roja. Tenía un gran núcleo rocoso, lo cual dejaba una gravedad cercana a la terrestre, cielos rojizos y oxígeno suficiente. No se observaban grandes volcanes activos, pero la temperatura oscilaba entre los cinco grados y los veinticinco bajo cero. Nadie quiso oir hablar de un mundo frío y rojo, el nuevo Marte lo llamaron. No, la primera opción debía ser la correcta. Pero no lo fue.
Las sondas fotografiaron la superficie y mandaron las fotografías. No grabaron vídeos de la selva ni de sus mares. O no nos quisieron mostrar los vídeos. Estaba lejos pero llegamos, llegaron. Se habían perdido cuatro naves por el camino, el resto llegó muy perjudicado, una fuga de oxígeno en la Antares había provocado graves daños cerebrales a todos sus ocupantes, no les dejaron atracar.
Las diez naves restantes atracaron en la nueva tierra, la gravedad destrozó parte de las naves, pero eso no importó, no debían hacer falta más. Pero más de cuarenta años aislados había creado rencillas, odios... Las tripulaciones no se mezclaron desde el primer momento, se quedaron alrededor de sus naves. Al principio todo fue bien... Hasta que dejó de hacerlo.
La caza era abundante y la vegetación también. Se hicieron todo tipo de pruebas y se consideró que todo era apto para ser consumido, y así se hizo. Nos confiamos. La gente empezó a alejarse más de las naves. Se exploró el terreno y se talaron árboles para construir casas. Dos poblados estaban ya avanzados cuando empezaron las lluvias en las montañas. Era un gran espectáculo ver caer toda esa agua a lo lejos, pero esa agua era mucha, demasiada como para que nadie la soportara. Y los animales emigraron.
Al principio los colonos se alegraron, era más fácil la caza. Entonces llegaron animales nuevos, animales que vivían en las montañas cuando no llovía. Y un día los vieron. Eran una mezcla de oso y reptil en unos casos, como caballos y mamuts en otros, pero todos monstruosos, hasta se dijo que un auténtico enjambre de mosquitos gigantes habían atacado a unos exploradores. Primero los vieron lejos, en otro valle, y eran animales solitarios y tranquilos. Pero una noche vinieron las manadas.
Los dos poblados desaparecieron arrasados. Y se establecieron. Varias manadas rodearon las naves que ahora eran el único refugio que quedaba. Y entonces decidieron irse. Era difícil ir de una nave a otra y no todas podían funcionar de nuevo, hubo que decidirse otra vez. Las que pudieron se fueron, las otras sucumbieron. Despegaron cuatro con algo más de tres millones de personas entre todas, y recursos para poco más de diez años. Una vez en el espacio dos de las naves quisieron ir entonces al nuevo Marte, otra decidió buscar un nuevo planeta en el extremo del brazo de la espiral que es la Vía Lactea, la otra siguió adelante. En ella estaba mi familia.
Estuvieron más de cien años navegando y buscando un nuevo mundo. Tuvieron que agudizar el ingenio para aprovechar la poca tierra que había disponible y reutilizar el agua hasta el último extremo. Se convirtieron en los mejores agricultores del universo, y en los mejores genetistas, modificaron plantas hasta que estas pudieron sobrevivir sin apenas agua y con la tierra más pobre del universo. Pero habían partido en busca de un nuevo mundo y lo encontraron. Para entonces el hambre y las enfermedades habían diezmado la población de la nave, apenas mil quinientas personas la habitaban. Yo era una de esas personas y, como muchos, era un experto genetista, aunque también tenía amplios conocimientos de psicología. Lo cual sirvió en el nuevo mundo, pero esto será otra historia.
(continuará)
No sólo había sido la contaminación, ese quizá era el menor de los problemas, el problema era la propia Tierra. Tanto tiempo manipulada, tanto tiempo agujereada, tantas pruebas atómicas, tanta contaminación acumulada... la Tierra se rompió. Y se rompió literalmente. De la noche a la mañana una gran falla desbordando lava se abrió frente a las costas de la India. Volcanes y más volcanes surcaron el océano Índico en un cinturón que separaba las placas de África y Oceanía. Incontables terremotos creaban y hacían desaparecer islas en cuestión de días, el sudeste asiático fue el primero en caer. Tsunami tras tsunami volvió a la costa inhabitable. La poca población que quedaba emigró al interior del continente. Allí los problemas fueron otros, masificación, falta de recursos materiales y económicos. La repentina necesidad de convivencia entre etnias enfrentadas durante milenios no pudo sino acabar como revueltas, asesinatos, "limpiezas"... hasta que llegó el toque de atención, Japón. El país entero desapareció, fue engullido por el mar, había llegado el gran seísmo. Mientras la comunidad internacional era incapaz de dar una respuesta a semejante catástrofe, una serie de olas gigantes azotaron la costa oeste americana. La baja California fue un páramo, San Francisco, Los Ángeles, San Diego, Tijuana... Vancouver se salvó por poco. Pero en Alaska lo notaron, en forma de icebergs chocando contra la costa, Anchorage lo vio muy cerca.
Se impuso la imperiosa necesidad de abandonar el planeta en dos años máximo. Por suerte la industria espacial estaba ya lo suficientemente desarrollada. Podíamos construir naves que acogieran a miles de personas, que contuvieran millones no era más que un problema técnico. Se construyeron quince, toda la industria de la Tierra se había parado, ya no importaba nada más. Entre todas las naves sumaban algo más de ciento veinte millones de pasajes, incluida la tripulación. Ciento veinte millones de supervivientes frente a los más de ocho mil millones de futuras víctimas de un mundo roto. Las autoridades competentes pronto lo tuvieron claro. Las élites (y no precisamente científicas) tendrían su billete, para ellas no valió la regla impuesta de no evacuar a mayores de cincuenta y cinco años ni a aquellos que no estuvieran sanos o tuvieran enfermedades degenerativas. Tampoco la regla que regía el acceso a un billete: se adjudicarían plazas por sorteo a cada persona, independientemente de si su familia, pareja o hijos lo obtuviera. Madres tuvieron que dejar en la Tierra a hijos pequeños porque no entraron en el sorteo, parejas se rompieron porque uno sintió la, natural, inclinación a sobrevivir mientras que el otro debía verlo partir. Naturalmente el tercer mundo no obtuvo cuota de entrada, ellos no habían participado en la construcción de las naves.
Y todo este sistema tuvo la culpa del primer fracaso de la misión. Los elegidos eran los que decidirían el destino de la raza humana. Y de entre ellos las élites políticas. Élites muy acostumbradas al lujo y a los paisajes bucólicos. La lista de posibles destinos se acortó a cinco mundos. El viaje a los cinco empezaba con una dirección común y se decidió no esperar. La humanidad embarcó sin saber a dónde se dirigía ni cuánto tardaría en llegar. Eso nos salvó. Cinco meses después de partir las comunicaciones con la Tierra se perdieron. Demasiado lejos estábamos ya para volver a ver qué había pasado.
La travesía inicial se hacía a velocidades inferiores a la de la luz, no existía la tecnología de curvatura actual... ni sus consecuencias... Eso les dio tiempo para pensar, estudiar y desarrollar nuevos motores. Y exploraron los nuevos mundos. Dos de ellos eran claramente inhabitables. Las sondas indicaron multitud de gases venenosos en sus atmósferas. Un tercero era demasiado joven y su corteza no se había enfriado lo suficiente como para ser estable, sus océanos eran mares sulfurosos aún. Sólo quedaban dos opciones.
Uno de los mundos era un paraíso, bucólicas playas de arena blanca. Fértiles valles plagados de vegetación y un azul intenso en el cielo que proporcionarían imágenes nunca vistas por las nuevas generaciones que poblaban las naves, pero sí por las viejas. Viejos líderes nostálgicos quisieron que ese mundo fuera el que sus descendientes poblaran. Ni siquiera prestaron atención al segundo. Era un pequeño mundo cercano a una estrella enana roja. Tenía un gran núcleo rocoso, lo cual dejaba una gravedad cercana a la terrestre, cielos rojizos y oxígeno suficiente. No se observaban grandes volcanes activos, pero la temperatura oscilaba entre los cinco grados y los veinticinco bajo cero. Nadie quiso oir hablar de un mundo frío y rojo, el nuevo Marte lo llamaron. No, la primera opción debía ser la correcta. Pero no lo fue.
Las sondas fotografiaron la superficie y mandaron las fotografías. No grabaron vídeos de la selva ni de sus mares. O no nos quisieron mostrar los vídeos. Estaba lejos pero llegamos, llegaron. Se habían perdido cuatro naves por el camino, el resto llegó muy perjudicado, una fuga de oxígeno en la Antares había provocado graves daños cerebrales a todos sus ocupantes, no les dejaron atracar.
Las diez naves restantes atracaron en la nueva tierra, la gravedad destrozó parte de las naves, pero eso no importó, no debían hacer falta más. Pero más de cuarenta años aislados había creado rencillas, odios... Las tripulaciones no se mezclaron desde el primer momento, se quedaron alrededor de sus naves. Al principio todo fue bien... Hasta que dejó de hacerlo.
La caza era abundante y la vegetación también. Se hicieron todo tipo de pruebas y se consideró que todo era apto para ser consumido, y así se hizo. Nos confiamos. La gente empezó a alejarse más de las naves. Se exploró el terreno y se talaron árboles para construir casas. Dos poblados estaban ya avanzados cuando empezaron las lluvias en las montañas. Era un gran espectáculo ver caer toda esa agua a lo lejos, pero esa agua era mucha, demasiada como para que nadie la soportara. Y los animales emigraron.
Al principio los colonos se alegraron, era más fácil la caza. Entonces llegaron animales nuevos, animales que vivían en las montañas cuando no llovía. Y un día los vieron. Eran una mezcla de oso y reptil en unos casos, como caballos y mamuts en otros, pero todos monstruosos, hasta se dijo que un auténtico enjambre de mosquitos gigantes habían atacado a unos exploradores. Primero los vieron lejos, en otro valle, y eran animales solitarios y tranquilos. Pero una noche vinieron las manadas.
Los dos poblados desaparecieron arrasados. Y se establecieron. Varias manadas rodearon las naves que ahora eran el único refugio que quedaba. Y entonces decidieron irse. Era difícil ir de una nave a otra y no todas podían funcionar de nuevo, hubo que decidirse otra vez. Las que pudieron se fueron, las otras sucumbieron. Despegaron cuatro con algo más de tres millones de personas entre todas, y recursos para poco más de diez años. Una vez en el espacio dos de las naves quisieron ir entonces al nuevo Marte, otra decidió buscar un nuevo planeta en el extremo del brazo de la espiral que es la Vía Lactea, la otra siguió adelante. En ella estaba mi familia.
Estuvieron más de cien años navegando y buscando un nuevo mundo. Tuvieron que agudizar el ingenio para aprovechar la poca tierra que había disponible y reutilizar el agua hasta el último extremo. Se convirtieron en los mejores agricultores del universo, y en los mejores genetistas, modificaron plantas hasta que estas pudieron sobrevivir sin apenas agua y con la tierra más pobre del universo. Pero habían partido en busca de un nuevo mundo y lo encontraron. Para entonces el hambre y las enfermedades habían diezmado la población de la nave, apenas mil quinientas personas la habitaban. Yo era una de esas personas y, como muchos, era un experto genetista, aunque también tenía amplios conocimientos de psicología. Lo cual sirvió en el nuevo mundo, pero esto será otra historia.
(continuará)